Ellos tienen razón esa felicidad
al menos con mayúscula no existe
ah pero si existiera con minúscula
seria semejante a nuestra breve presoledad.
Después de la alegría viene la soledad
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad.
Ya se que es una pobre deformación
pero lo cierto es que en ese durable
minuto uno se siente solo en el mundo.
Sin asideros, sin pretextos
sin abrazos, sin rencores
sin las cosas que unen o separan
y en es sola manera de estar solo
ni siquiera uno se apiada de uno mismo.
Los datos objetivos son como sigue.
Hay diez centímetros de silencio
entre tus manos y mis manos una
frontera de palabras no dichas
entre tus labios y mis labios
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos claro
que la soledad no viene sola.
Si se mira por sobre el hombro mustio
de nuestras soledades se vera un
largo y compacto imposible un sencillo
respeto por terceros o cuartos
ese percance de ser buenagente.
Después de la alegría
Después de la plenitud
Después del amor
Viene la soledad.
Conforme pero
que vendrá después
de la soledad.
A veces no me siento tan solo
si imagino mejor dicho si se
que mas allá de mi soledad y de
la tuya otra vez estas vos
aunque sea preguntándote a solas
que vendrá después de la soledad.
Mario Benedetti
La ciudad es sin duda, una de las mayores creaciones humanas. La ciudad es multicolor, es el receptáculo de saberes, de sabores, de ruidos, de música, de olores, de encuentros y desencuentros. Es un escenario donde podemos ver a cada minuto una película diferente. A la ciudad la disfrutamos y la odiamos al mismo tiempo. Es allí donde se aglomera la mayoría de personas, por ello, en parte, enfrentamos tantos problemas, pero tendrá sus encantos, cuando insistimos en quedarnos allí."
lunes, 13 de junio de 2011
viernes, 10 de junio de 2011
Enterrar el corazón
EL NACIONAL - Domingo 29 de Mayo de 2011 Opinión/9
Opinión
Enterrar el corazón
RODOLFO IZAGUIRRE
izaguirreblanco@gmail.com
T enía que haberme dado cuenta en mi adolescencia de que en el concepto de "dictadura del proletariado" se señalaba la presencia de lo que hoy cuestiono y rechazo: el autoritarismo, el pensamiento único, la negación de la democracia, la presencia del dictador. Tenía que entender que dictadura del proletariado era un instrumento perverso para sojuzgar a un proletariado que creía haber conquistado el poder con una revolución. Debí tomar en cuenta las atrocidades que se cometían en la Unión Soviética y en los países bajo su influencia. Con el apoyo de los partidos comunistas en cada país Stalin logró lo que pocos hombres han logrado en el transcurso de una vida: ¡hipnotizar al mundo! Logró que adoradas figuras, como Pablo Neruda, Pablo Picasso, Aragón, le rindieran pleitesía.
Fui víctima, además, de un chantaje maligno y sistemático: no creer en la Revolución Bolchevique o no adherir a ella equivalía a ser cómplice del imperialismo norteamericano; significaba estar del lado de la CIA.
Sabía que existían gulags y manicomios en los que se exterminaba a los disidentes.
Pero hice lo que muchos hicieron durante el nazismo y el socialismo soviético o hacen con el castrismo cubano o con la pesadilla venezolana: ¡mirar para otro lado! Porque con la Revolución Cubana quedamos obnubilados hasta que Fidel Castro dijo que "con la revolución todo, contra la revolución nada" y antes del escarnio sufrido por el poeta Heberto Padilla, preso por escribir poemas considerados contrarrevolucionarios por la autocracia castrista y por la burocracia intelectual que se mueve en la Casa de América y en la Unión de Escritores. El escándalo socavó los pies de barro de aquella revolución y apareció nítida y sin escondrijos la dictadura militar más larga y perversa que haya conocido el continente.
Lo que nunca llegué a perdonar a los cubanos las veces que asistí al Festival de Cine era que me ocultaban el paradero de algunos de mis amigos.
El de Reinaldo Arenas, pongamos por caso: ¡Está en Camagüey! ¡Anda por Santiago! ¡Tengo tiempo sin verlo!, cuando la verdad era que estaba preso en La Habana, en esa cárcel que se ve desde el malecón.
¡Y juré no volver a Cuba! Pero a diferencia de Luisito Aguilé no dejé enterrado mi corazón: ¡me lo traje! Y al traérmelo logré percatarme, finalmente, de que siempre fui un "tonto útil", como llamaban a los ingenuos como yo. Hoy, el chantaje sigue siendo el mismo: rechazar el autoritarismo, la rigidez militar, la exclusión intransigente y la violencia atizada desde el poder político son factores desestabilizadores que merecen castigo. No admitir, no participar o no militar dentro del "proceso revolucionario" significa estar vendido al imperialismo, es decir, ser traidor a la patria.
Cada vez es más numeroso el gremio de los "vendidos"; se hace cuesta arriba condenarlos a todos y el espejo, al dar vuelta, sólo refleja un reducido número de "revolucionarios". El autócrata vive en el temor y se apresura a aplicar leyes que reprimen, doblegan, eliminan ideas, sistemas, derechos, autonomías o, simplemente, otorgan más poder al régimen militar en medio de una corrupción y un narcotráfico que complace a jueces, legisladores y gente de armas. Se da el caso ridículo y absurdo de pretender que los conserjes hayan sido esclavos alguna vez en la historia.
El caudillo militar ya no hipnotiza a nadie; quiere asustar, desea cautivar, cree estar protegido tras un discurso que no interesa a nadie; ha perdido convicción y no hay a su alrededor ninguna figura intelectual relevante, salvo dos o tres poetas que lo adulan y le escriben versos como si vivieran en tiempos de Cipriano Castro o de Juan Vicente Gómez.
¿En dónde enterrarán ellos su corazón?
Opinión
Enterrar el corazón
RODOLFO IZAGUIRRE
izaguirreblanco@gmail.com
T enía que haberme dado cuenta en mi adolescencia de que en el concepto de "dictadura del proletariado" se señalaba la presencia de lo que hoy cuestiono y rechazo: el autoritarismo, el pensamiento único, la negación de la democracia, la presencia del dictador. Tenía que entender que dictadura del proletariado era un instrumento perverso para sojuzgar a un proletariado que creía haber conquistado el poder con una revolución. Debí tomar en cuenta las atrocidades que se cometían en la Unión Soviética y en los países bajo su influencia. Con el apoyo de los partidos comunistas en cada país Stalin logró lo que pocos hombres han logrado en el transcurso de una vida: ¡hipnotizar al mundo! Logró que adoradas figuras, como Pablo Neruda, Pablo Picasso, Aragón, le rindieran pleitesía.
Fui víctima, además, de un chantaje maligno y sistemático: no creer en la Revolución Bolchevique o no adherir a ella equivalía a ser cómplice del imperialismo norteamericano; significaba estar del lado de la CIA.
Sabía que existían gulags y manicomios en los que se exterminaba a los disidentes.
Pero hice lo que muchos hicieron durante el nazismo y el socialismo soviético o hacen con el castrismo cubano o con la pesadilla venezolana: ¡mirar para otro lado! Porque con la Revolución Cubana quedamos obnubilados hasta que Fidel Castro dijo que "con la revolución todo, contra la revolución nada" y antes del escarnio sufrido por el poeta Heberto Padilla, preso por escribir poemas considerados contrarrevolucionarios por la autocracia castrista y por la burocracia intelectual que se mueve en la Casa de América y en la Unión de Escritores. El escándalo socavó los pies de barro de aquella revolución y apareció nítida y sin escondrijos la dictadura militar más larga y perversa que haya conocido el continente.
Lo que nunca llegué a perdonar a los cubanos las veces que asistí al Festival de Cine era que me ocultaban el paradero de algunos de mis amigos.
El de Reinaldo Arenas, pongamos por caso: ¡Está en Camagüey! ¡Anda por Santiago! ¡Tengo tiempo sin verlo!, cuando la verdad era que estaba preso en La Habana, en esa cárcel que se ve desde el malecón.
¡Y juré no volver a Cuba! Pero a diferencia de Luisito Aguilé no dejé enterrado mi corazón: ¡me lo traje! Y al traérmelo logré percatarme, finalmente, de que siempre fui un "tonto útil", como llamaban a los ingenuos como yo. Hoy, el chantaje sigue siendo el mismo: rechazar el autoritarismo, la rigidez militar, la exclusión intransigente y la violencia atizada desde el poder político son factores desestabilizadores que merecen castigo. No admitir, no participar o no militar dentro del "proceso revolucionario" significa estar vendido al imperialismo, es decir, ser traidor a la patria.
Cada vez es más numeroso el gremio de los "vendidos"; se hace cuesta arriba condenarlos a todos y el espejo, al dar vuelta, sólo refleja un reducido número de "revolucionarios". El autócrata vive en el temor y se apresura a aplicar leyes que reprimen, doblegan, eliminan ideas, sistemas, derechos, autonomías o, simplemente, otorgan más poder al régimen militar en medio de una corrupción y un narcotráfico que complace a jueces, legisladores y gente de armas. Se da el caso ridículo y absurdo de pretender que los conserjes hayan sido esclavos alguna vez en la historia.
El caudillo militar ya no hipnotiza a nadie; quiere asustar, desea cautivar, cree estar protegido tras un discurso que no interesa a nadie; ha perdido convicción y no hay a su alrededor ninguna figura intelectual relevante, salvo dos o tres poetas que lo adulan y le escriben versos como si vivieran en tiempos de Cipriano Castro o de Juan Vicente Gómez.
¿En dónde enterrarán ellos su corazón?